Martes, 15 de enero de 2008 | Hoy
(Parte I)
Por Guillermo Cabrera Infante
La primavera de 1930 (que era en Cuba verano como siempre: una “estación violenta”, como advierte el poeta Paz) Federico García Lorca viajó a La Habana por mar, la única vía posible para llegar a la isla entonces. Por la misma época Hart Crane, poeta americano, homosexual y alcohólico, viajó de La Habana a Nueva York –y no llegó nunca–. En medio del viaje se tiró al mar y desapareció para siempre, dejando detrás como cargo un largo poema neoyorquino y varias virulentas metáforas como testimonio de su escaso paso por la Tierra. Lorca estaba en su apogeo. Acababa de terminar Poeta en Nueva York con su espléndida “Oda a Walt Whitman” y emprendía la huida de Nueva York. No voy a comentar aquí el libro lorquiano, que es un largo lamento lúcido, sino que tocaré sólo su coda musical y alegre, ese “Son de negros en Cuba”, que transformó la poesía popular cubana y también la visión americana de Lorca. Al revés de Crane, Lorca viajó de las sombras al sol, de Nueva York a La Habana.
Por ese tiempo, aparte de Crane, más lamentable que lamentado, visitaron Cuba escritores y artistas que luego tendrían tanto nombre como Lorca. Algunos vivieron en La Habana “con días gratis”. Nunca, por suerte o para desgracia, se encontraron con Lorca. Ni en La Habana Vieja ni en El Vedado ni en La Víbora o Jesús del Monte, ni en Cayo Hueso ni en San Isidro ni en Nicanor del Campo, que no se llamaba así todavía.
Ernest Hemingway vivía en La Habana Vieja, en un hotel cuyo nombre le habría gustado a Lorca, Hotel Ambos Mundos. Allí escribió Hemingway una novela de amor y de muerte, de poco amor y de mucha muerte, cuyo inicio ofrece una vista de una ciudad de sueño y de pesadilla.
Ya ustedes saben cómo es La Habana temprano en la mañana, con los mendigos todavía durmiendo recostados a las paredes de los edificios: antes de que los camiones traigan el hielo a los bares.
La novela se titula Tener y no tener y es de una violencia que Lorca nunca conoció. En todo caso no antes de su final en Granada:
Atravesamos la plaza del muelle, dice Hemingway, hasta el café La Perla de San Francisco a tomar café. No había más que un mendigo despierto en la plaza y estaba bebiendo agua de la fuente. Pero cuando entramos al café y nos sentamos, los tres estaban esperando por nosotros.
Es posible que Lorca, en 1930, hubiera conocido de vista a uno de esos tres que ahora
salían por la puerta, mientras yo los miraba irse. Eran jóvenes y bien parecidos y llevaban buena ropa: ninguno usaba sombrero y se veía que tenían dinero. Hablaban de dinero, en todo caso, y hablaban la clase de inglés que hablan los cubanos ricos.
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